domingo, 11 de diciembre de 2011

Ambrogio Lorenzetti, Alegoría del Buen Gobierno





Ambrogio Lorenzetti, 1290-1348, principios del Renacimiento, escuela sienesa, italiano, Alegoría del Buen Gobierno, 1338-1339, fresco, Palazzo Publico, Siena

La vista de todo el pueblo del artista y de sus alrededores quedó capturada en grandes frescos de la Sala della Pace, Palazzo, Siena en el ayuntamiento de la ciudad. Este fresco es una propaganda política que celebra las virtudes de la administración de la comuna. 

Daniela Koldobsky, La figura de artista cuando se anuncia su muerte,

El artista de la profesión a la vocación

El artista “creador y vocacional”  que conocemos es una figura reciente, constituida en Occidente hacia fines del siglo XVIII e ignorada por otras culturas.
En la Edad Media las “artes mecánicas” distinguen a las actividades manuales – que, sujetas por la práctica no dependen del discurso escrito-  de las denominadas “artes liberales”, compuestas por el trivium (gramática, retórica y dialéctica) y el quatrivium (aritmética, geometría, astronomía y música), asignaturas que se enseñan en las nacientes universidades. A partir del siglo XV el pintor reivindica el pasaje de clase de las primeras -que lo restringen a la categoría de artesano- a las segundas, pasaje por el cual comienza a constituirse como profesional. El movimiento del oficio a la profesión se produce entonces a fines de la Edad Media, y recién a fines del siglo XVIII, la profesión de artista liberal se transforma en una actividad signada por la vocación y concebida como arte creador (Heinich 1996).
En el momento en que se concibe al productor de obras visuales  como profesional que pone en juego sus saberes y su intelecto en la producción, se comienzan a desarrollar los mecanismos metadiscursivos que darán visibilidad social a su figura: ejemplo de ello es, al interior de la obra artística, la firma del autor, que no estaba presente en el período en que el productor tenía estatuto de artesano, pues se valoraba el producto sobre su figura, y la corporación estaba sobre el trabajador individual. El metadiscurso externo a ella se inaugura en 1550, cuando se conoce la primera edición de las Vidas de Vasari -considerado hoy el texto fundacional de la historia del arte occidental moderna- y que, como lo indica su título, organiza la historia en torno a la figura de los autores y sus biografías, todo un gesto en relación con el peso futuro de la figura del artista en la historia moderna del arte. Especialmente en Francia y a partir de la segunda mitad del siglo XVII se suma a ese primer escalón de la literatura artística  la aparición de un conjunto de tratados teóricos y prácticos sobre la actividad artística, enmarcados institucionalmente por la recién nacida Academia francesa de pintura y escultura (1671),  que regula el ejercicio de la actividad artística y por lo tanto impulsa el pasaje de su normativa a la palabra escrita. Ya hacia fines del período de vigencia del estatuto profesional, en el segundo tercio del siglo XVIII, esa palabra pública se despliega además en el incipiente género de la crítica, que encontrará su espacio por excelencia en la prensa escrita.
Con la aparición de la Teoría del genio, el artista adquiere una superioridad que demanda el reconocimiento social ya no de manera institucional sino con el prestigio, el culto y la gloria que merecen el héroe o incluso el santo (Schaeffer y Flahault 1996). Este nuevo estatuto se complejiza con el Romanticismo, dividido entre dos miradas en las que se inscribe el artista moderno primero y el contemporáneo luego. Si por un lado se reivindica en textos de Novalis o Víctor Hugo al artista como sujeto fundador y autofundador del mundo con la capacidad de darse su propia ley (en oposición a las dictadas por los organismos institucionales) y de imprimir en su obra verdades últimas al modo en que antes lo hacía la religión; por otro en sus Fragmentos Schlegel presenta al artista como operador de la cultura que detona “todos los lenguajes, conocimientos y ciencias”... y esos “conocimientos, prácticas y operatorias son caminos de libertad para él (respecto de la costumbre, la repetición o las maneras de pensar los géneros en la comunicación)” (Steimberg 1989 1996: 116-117).
El Romanticismo que constituye la figura del artista legitimado como creador se desarrolla conjuntamente con una definición del arte como revelador de “verdades últimas, inaccesibles a las actividades cognitivas profanas; o es una experiencia trascendental que funda ‘el ser en el mundo’ del hombre; o también, es la presentación de lo irrepresentable, el acontecimiento del ser...” (Schaeffer 1992 1999: 16) . Esta teoría que sacraliza el vínculo con la obra de arte es denominada por el citado autor Teoría especulativa, en función de su búsqueda de una esencia del arte que, entre otras consecuencias, les permitió a las vanguardias presentarse como transformadoras ya no sólo de la propia práctica artística sino de la vida social. Desde esta posición se hacía imposible no constituir la experiencia del arte y la figura de su autor como problemas morales.
En otras zonas del Romanticismo como la citada obra de Schlegel, sin embargo, aparecen proposiciones acerca de la relación entre ciencia y poesía, de la ironía como conciencia del caos o de las propiedades del fragmento (Steimberg y Traversa 1996: 12) que piensan el espacio del discurso artístico como productor de sentido ligado a otros y que, tempranamente, permite leer, tematizar o jugar con otros discursos sociales más que reemplazarlos o resolver sus contradicciones



Daniela Koldobsky


La figura de artista cuando se anuncia su muerte, 2003