viernes, 21 de diciembre de 2012

Giovanni Da Milano

Giovanni da Milano, activo de 1346 al 69, arte gótico, italiano, Pietá, 1365, pintura al temple sobre panel, 122 x 58 cm, Gallería dell'Accademia, Florencia
imagen bajada de aiwaz.net




Giovanni da Milano (Giovanni di Jacopo di Guido da Caversaccio) fue un pintor italiano, activo en Florencia y Roma entre 1346 y 1369.
Su estilo, como el de muchos florentinos de la época, está considerado derivado del de Giotto. 



El arte del siglo XVII


El patronazgo en el siglo XVII (II)
 

Existía una amplia gama de variantes posibles en las relaciones entre el artista y el cliente que lo empleara. A un extremo de la escala, el pintor se alojaba en el palacio de su patrono y trabajaba exclusivamente para él; al otro, encontramos una situación que, a primera vista, puede parecer sorprendentemente similar a la de hoy día: el artista pintaba un cuadro sin tenerle reservado ningún destino concreto, y lo exponía con la esperanza de encontrar un comprador fortuito.
La más estrecha relación posible entre patrono y artista era la que los escritores del siglo XVII describen frecuentemente como servitù particolare. El artista trabajaba regularmente para un patrono particular y era mantenido a menudo en su palacio. Recibía una asignación mensual, además de pagársele un precio normal en el mercado por la obra producida. De hecho, se trataba al artista como miembro de la familia del príncipe, junto con cortesanos y funcionarios de todo tipo. En la mayoría de los casos, dentro del séquito del príncipe había una escala móvil de remuneraciones y posiciones por la que el artista podía ascender.
Una posición así era sumamente deseable para el artista, y todos los escritores coinciden en sus enormes y a veces indispensables ventajas. Existían inconvenientes esporádicos: algunos artistas tenían dificultades para dejar el servicio de su patrono, y la libertad personal sufría obvias restricciones, que podían resultar fastidiosas. En cambio, por paradójico que pudiera parecer, los artistas situados en tales circunstancias tenían inigualables oportunidades de darse a conocer, al menos dentro de ciertos círculos. En su servicio a las artes, el patrono no era totalmente desinteresado. Un pintor de talento en su casa tenía para él verdadero valor, normalmente estaba presto a cantar las alabanzas de su protegido, incluso a alentarle a trabajar para otros. A falta de críticos profesionales, este apoyo y estímulo eran sin duda el medio más fácil para un pintor de hacerse conocido.
La relación demasiado estrecha con un patrono caído en desgracia podía resultar una grave barrera para el ascenso cuando las condiciones cambiaba, y siempre hubo artistas que hallaron antipáticas las restricciones a su libertad, pese a la seguridad que parecían garantizarle. Además no eran muchas las familias capaces de mantener pintores en tales condiciones, o dispuestas a ello. Y así encontramos que esta forma extrema de patronazgo se ofrecía a un artista sólo en el comienzo de su carrera. Afortunadamente, siempre cabía un compromiso: el artista podía vivir y trabajar por su propia cuenta, pero seguir recibiendo un subsidio como aliciente para dar a su patrono prioridad sobre todos los demás clientes. Fue mucho más habitual, sin embargo, que el pintor trabajara en su propio estudio y aceptara libremente los encargos de donde vinieran.
Era bastante natural que las medidas y enlazamiento de la obra en cuestión se establecieran con cierto detalle cuando se encargaba un fresco o una pintura religiosa, y sólo un punto parece que causaba a veces dificultades: cuando se encargaba un cuadro de altar a un artista que viviera en una ciudad algo distante, el problema de la iluminación de la capilla podía resultar espinoso. Pues aunque se comunicaba al pintor el destino de su obra, no era un absoluto seguro que él tuviera la oportunidad de inspeccionar personalmente el lugar, y entonces se necesitaban largos carteos para aclarar el problema.
El tamaño de los cuadros para las galerías particulares era también un tema de discusión. En muchos casos, los cuadros solían cubrir las paredes de una estancia o galería en disposiciones simétricas y a menudo iban incrustados en su superficie. Era de evidente importancia especificar las medidas exactas de cada nuevo cuadro que se encargaba.
Al artista se le daba también normalmente el tema del cuadro que se le requería, pero es difícil precisar hasta que punto el patrono supervisaba efectivamente su tratamiento. Está claro que en gran parte dependía del destino de la obra. De hecho, parece que a menudo se dejaba al pintor un sorprendente grado de libertad, incluso en los encargos más importantes, y ello dependió en buena parte del refinamiento cultural de Roma.
También en las obras profanas existían dificultades. El artista al que se daba un tema tan vago como las Cuatro Estaciones podía sentirse en un dilema respecto a qué era lo que debía pintar en realidad, y sabemos que en estas circunstancias se dirigiría normalmente a algún erudito o poeta en busca de consejo, aún cuando el contrato no lo requiriera específicamente.
El tratamiento que el artista diera al tema podía estar influido por otras consideraciones. Puesto que el precio de una pintura al fresco se fijaba a menudo por el número de figuras de cuerpo entero que contuviera, a veces se le indicaba cuántas tenía que incluir.
El encargo de pinturas para una galería permitiría naturalmente mayor libertad de elección, pues ahora rara vez se insistía en la uniformidad temática de la decoración. Cada vez más fue imponiéndose la galería móvil de pinturas, innovación principalmente veneciana que tenía aproximadamente un siglo de existencia, y que tuvo una influencia decisiva en el coleccionismo romano. Las pinturas se compraban vendían, heredaba, se especulaba con ellas y se intercambiaban con tan desconcertante rapidez que los biógrafos dejaron a menudo de creer que merecía la pena informar sobre dónde se hallaban las obras de un pintor en el momento de escribir.
El medio más eficaz mediante el cual podía un cliente ejercer su control sobre un artista que trabajara para él era insistiendo en el boceto al óleo o dibujos preliminares, pero esta práctica fue bastante más infrecuente durante la primera mitad del siglo XVII de lo que se ha supuesto algunas veces. En general, se mostraba mayor confianza en la capacidad del pintor, aunque las discusiones privadas y no oficiales con el patrono debían de ser frecuentes.
Una vez decididos el tamaño y el tema de la pintura, venía la cuestión del plazo, un problema de especial urgencia durante todo el período barroco. Casi todos los comitentes insistían en que la obra debía estar terminada lo antes posible, y la mitad de las veces el artista empleado los decepcionaba. Algunos frescos, naturalmente, eran empresas tan ambiciosas que hacían falta varios años para su realización. La celeridad daba al artista derecho a mayores remuneraciones, pero no siempre contaba con la aprobación de la crítica. Los venecianos eran especialmente famosos por su velocidad, y el hecho le granjeaba cierto grado de desprecio en todas partes.
La cláusula final de todo contrato ser refería al precio y acuerdos financieros. Ciertas fórmulas se adoptaban siempre. Cierta proporción de la suma convenida se pagaba al principio como depósito. Esta variaba ampliamente, desde un mínimo de un séptimo hasta un máximo de casi la mitad. Si la obra era un cuadro, el artista recibía a menudo otro pago cuando la obra estaba a medias y el resto a su terminación, junto con un suplemento final. En el caso de grandes frescos, se pagaba al artista habitualmente un tanto mensual regular.
Más interesante y significativo que los naturales arreglos de esta especie, era la cuestión de los gastos en que el pintor incurría con su trabajo. Lo normal era pagar a los pintores para el bastidor, la imprimación y el ultramar. También aquí cabían variaciones: a veces el pintor corría con todos los gastos; en otras ocasiones se le daba el lienzo y tenía él que pagar el ultramar. Invariablemente el patrono pagaba el andamiaje para los frescos de los techos, y si la obra tenía lugar lejos de la residencia del pintor, proveería también alimento y alojamiento para él.
Los precios de la obra en sí se regulaban de modos muy distintos; muchos artistas tenían precios fijos para las figuras principales de la composición, sin contar las de los fondos. Este sistema estaba muy extendido, y permitía a los pintores hacer aumentos regulares de precio conforme crecía su reputación. Sin embargo, la posición del cliente era a menudo tan importante como la del artista a la hora de fijar el precio.
Solamente la familia que en el momento tuviera el tesoro en su poder era capaz de brindar un mecenazgo de la enorme envergadura que se asociaba con los clanes dominantes. Si, por una u otra razón, se producía cualquier restricción financiera, era evidente que un gran número de artistas, previamente ocupados en un empleo regular, quedarían a expensas del mercado.


Francis Haskell

Fragmentos de Patronos y pintores (1980), “La mecánica del patronazgo en el siglo XVII”, Cátedra, 1984

viernes, 2 de noviembre de 2012

Maestro de Kaufmann

El arte en el siglo XIV



Imagen bajada de: www.adevaherranz.es/Arte/

Maestro de Kaufmann, principios del Renacimiento, bohemio, La crucifixión de Cristo, 1340, pintura al temple sobre panel, 76 x 29,5 cm Gemäldegalerie, Alte Meister, Berlín 

La pobreza o la riqueza


¿Cuán cierta es la imagen popular del artista pobre?



Sitio web para esta imagen: ESCUELA DE DIBUJO Y PINTURA Víctor y Damián de Dios
94.23.86.51
En 1664, cuando el escultor y arquitecto barroco Giovanni Bernini viajó de Roma a París, lo hizo a todo lujo. Acompañado de uno de sus hijos, cuatro sirvientes, dos ayudantes y una cocinera, realizó una marcha digan de un mandatario, de ciudad en ciudad, acogido en todas partes por lo dignatarios locales e invitado a las mansiones de la nobleza. Cuando se acercaba a París, el primer ministro del rey Luis XIV le envió el mejor carruaje de su hermano para que lo condujera a la ciudad, donde el rey lo recibió con todos los honores. El genio artístico de Bernini le dio fama y fortuna.
Cualquier artista de éxito en la época de Bernini podía esperar lo mejor de la vida. El más rico de todos quizá fue el pintor Peter Paul Rubens, quien combinó su muy intensa carrera artística con una lucrativa actividad secundaria como diplomático. Al final de su vida poseía una espectacular mansión en Amberes, Bélgica, y un castillo en la campiña, además de que dejó a sus herederos la suma de 400.000 florines, suficiente para comprar cuatro casas solariegas. Además de rico, Rubens era todo un caballero. No podía estar más lejos del estereotipo moderno del artista: el rebelde antisocial que vive hundido en la pobreza.
Sin embargo, hay algo de cierto en dicho estereotipo. Muchos artistas han sufrido épocas de miseria antes de alcanzar el éxito, que muchas veces ha llegado después de la muerte. Vincent van Gogh fue uno de ellos. Durante los últimos años de su vida, cuando pintó muchas de sus mejores obras, no hubiera tenido dinero para óleos y lienzos si no lo hubiera ayudado su hermano Theo. En vida, Van Gogh vendió sólo unos pocos cuadros, y se suicidó en la desesperación y soledad en 1890. por supuesto, este gran pintor jamás habría imaginado que el 11 de noviembre de 1987 su cuadro Lirios se vendería en la enorme suma de 53.900.000 dólares.
No sólo pintores en lo individual han tenido que luchar por el reconocimiento. Algunos movimientos artísticos, hoy admirados, tuvieron que enfrentar el rechazo. En 1874 un grupo de pintores, entre los que estaba Pierre Auguste Renoir, exhibió sus trabajos por primera vez, y el mundo artístico se mofó de su estilo. Transcurrieron años de rechazo antes de que fueran apreciados y aclamados como impresionistas.
El éxito trae consigo riqueza extraordinaria para algunos artistas. Se dice que si Pablo Picasso hubiera querido una casa, le habría bastado pintarla en un cuadro: éste valdría más que la construcción.

¿Sabía usted qué...?, Readers Digest, 1990

viernes, 21 de septiembre de 2012

Ambrogio Lorenzetti


Ambrogio Lorenzetti
1290-1348

Madonna y el Niño entronizados con ángeles y santos, c.1340, pintura al temple sobre panel, 50,5 x 34,5 cm. Pinacoteca Nazionale, Siena.
Imagen bajada de: masterworksartgallery.com.


Ambrogio Lorenzetti, fue un pintor italiano que al igual que su hermano mayor Pietro, perteneció a la escuela sienesa, dominada por la tradición bisantina. Su máxima actividad se desarrolló entre los años 1317 y 1348, cuando murió, probablemente a causa de la Peste Negra, lo mismo que su hermano.
Ambos hermanos fueron los primeros sieneses en adoptar el enfoque naturalista de Giotto. También hay evidencias de que los hermanos compartían sus herramientas. Los dos fueron grandes maestros del naturalismo. Con el uso de tres dimensiones, Ambrogio prefiguró lo que sería el arte del Renacimiento.
Ambrogio se formó en el taller de Duccio di Buoninsegna. La obra conocida más antigua que se le conoce es una «Madonna con niño» de 1319 (Museo Diocesano de San Cascianco) y desde allí se trasladó a Florencia donde ingresó en la cofradía de los médicos y especieros (que en esa época correspondía también a los pintores). Su estilo, influido por el de su amigo Simone Martini (el pintor más apreciado en su época) pero más naturalista, debido a la influencia de su maestro Duccio, era poco comprendido, por lo que sus comienzos no fueron muy exitosos. Hasta que recomendado por el propio Simone Martini, pudo trabajar para los papas franceses durante el Papado de Aviñón.
Cuando volvió a Siena, trabajó en los frescos de su Palazzo Pubblico o ayuntamiento (siglo XIV), en un ciclo narrativo de tema civil y político. La obra, realizada entre 1338 y 1340, en tres de los muros de la denominada «Sala dei Nove» (Salón de los Nueve), es una de las obras maestras del Prerrenacimiento. Se trata del primer conjunto pictórico medieval en el que se desarrolla un tema civil, con un claro programa propagandístico (el de los nueve gobernantes de la ciudad), en una serie de ambientes con paisajes tanto rurales como urbanos, dando como resultado una obra de absoluta novedad en el panorama artístico de la época.


El problema de lo artístico



Lo artístico y lo artesanal

La primera dificultad se basa en el supuesto de que, comprometidas con ritos y funciones cotidianas, las creaciones populares no alcanzan ese grado superior autocontemplativo y cerrado en sí que distingue las formas superiores del arte, y permanecen, por lo tanto, atrapadas por su propia materialidad, su técnica y sus funciones.
En la producción cultural mestiza tampoco es posible seccionar un terreno autónomo sobre el que se erijan las construcciones artísticas: sus imágenes se encuentran siempre animadas por imputa funciones. Las lenguas indígenas no cuentan con un término que designe lo que la cultura occidental entiende por arte; el guaraní actual, el lenguaje popular, tampoco.

En el Paraguay, como en otros países de América Latina, gran parte de la producción estética de los sectores populares se canaliza exclusivamente a través de los rituales y las artesanías; la cuestión se complica porque sólo éstas se exteriorizan en objetos, únicos soportes tangibles de su creatividad. Pero llamar “artesanías” a esas expresiones sería referirse sólo al aspecto manual de su producción y anclar en la pura materialidad del soporte, desconociendo los aspectos creativos y simbólicos y cayendo en la trampa de una actitud discriminatoria que segrega las manifestaciones populares erradicándolas del reino de las formas privilegiadas.
La tendencia a considerar mera destreza manual las manifestaciones indígenas y populares tiñe, pues, el término artesanía, marcándolo con el estigma de lo que no llega a ser arte aunque apunte más o menos en esa dirección. Por eso, utilizar ese vocablo para designar genéricamente las manifestaciones expresivas populares supone aceptar la división entre el gran arte, que recibe una consideración favorecida y la artesanía, como arte menor, arcada siempre por el estatus desventajoso de pariente pobre. Por eso, a pesar de las dificultades que el término acarrea y las inevitables limitaciones que su utilización impone, es preferible usar el término arte popular para nombrar el conjunto de formas que producen ciertas comunidades subalternas buscando replantear sus mundos.

  
Fragmento de: Ticio Escobar, El mito del arte y el mito del pueblo. Cuestiones sobre el arte popular. Ediciones Metales Pesados, 2008

sábado, 18 de agosto de 2012

Bernado Daddi


Crucificción 





Atribuido a Bernardo Daddi, 1290-1350, principios del Renacimiento, escuela florentina, italiano, Crucifixión, 1335, pintura al temple sobre panel, 36 x 23,5 cm, La Galería Nacional de las Artes , Washington, DC. (Imagen bajada de: http://www.nationalgalleries.org)


Se cree que Daddi fue alumno de Giotto y su trabajo muestra una fuerte influencia de su maestro. Daddi, por su parte, influenció el arte florentino hasta la segunda mitad del siglo. 

Los patronazgos


El patronazgo en el siglo XVII -
(I)
El Papa Urbano VIII

El largo pontificado de Urbano VIII, que empezó en 1623, más que señalar el comienzo de una nueva era, marcó el clímax de una fase intensísima de patronazgo artístico: fue una tarde soleada, más que un amanecer. Desde treinta años atrás, por lo menos, la austeridad y las tensiones de la Contrarreforma venían relajándose bajo la presión del Lugo y la iniciativa. La herejía intelectual todavía estaba dominada donde ello era posible; nunca, ni antes ni después, se fomentó tanto la experimentación artística.

Los predecesores inmediatos de Urbano VIII, Pablo V (1605-1621), y, en menor grado, Gregorio XV (1621-1623), marcaron una pauta que él siguió de buen grado. La terminación de San Pedro, la construcción y decoración de un gran palacio y una gran villa, la fundación de una lujosa capilla familiar en alguna de las iglesias romanas importantes, la protección y enriquecimiento de varias fundaciones religiosas, la formación, por parte de algún sobrino favorito, de una galería privada de pintura y escultura: tal era entonces la práctica general.

Los papas y sus sobrinos no fueron, ni mucho menos, los únicos patronos, pero al correr el siglo su creciente monopolio de riqueza y poder los convirtió primero en iniciadores, luego en dictadores de la moda. Este proceso llegó a su cenit durante el reinado de Urbano VIII, y fue en sí mismo parcialmente responsable del relativo declive de la variedad y la experimentación.

Según iban accediendo al trono los papas sucesivos, se rodeaban de una multitud de parientes, amigos y clientes que llovían a Roma de todas partes de Italia para hacerse con los muchos cargos lucrativos que cambiaban con cada cambio de gobierno. Estos hombres empezaban inmediatamente a construir palacios, capillas y galerías de pintura. Como patronos eran muy competitivos, ansiosos de dar expresión a su riqueza y poder lo más deprisa posible, también con la intención de molestar a sus rivales. Cuando el papa moría solían caer en desgracia, y en cualquier caso sus grandes dispendios terminaba súbitamente. Con el fin de sus ganancias venía el fin de su posición de eminentes patronos.

Roma era un símbolo más que una nación. Los nobles que formaban el séquito papal seguían considerándose florentinos, romanos o venecianos, antes que romanos o italianos; y en un momento en que el prestigio de la pintura estaba en su apogeo, era cuestión de cierta importancia para cualquier cardenal el que fura capaz de extraer de su ciudad natal algunos pintores de relieve. Los artistas, naturalmente, sacaban el mayor partido posible de sus oportunidades.

Si estudiamos las carreras de los artistas que vinieron de Bolonia  a principios del siglo XVII, percibimos un esquema muy coherente. Primero el joven pintor, que viviría alojado quizá en un monasterio, sería descubierto por algún cardenal, que habría sido legado del papa en su ciudad natal. Por medio de este benefactor, conocería algún prelado boloñés influyente, que le encargaría un cuadro de altar para su iglesia titular y decoraciones para su palacio familiar, en el que ahora se instalaría el artista. Lo primero le aportaría cierto reconocimiento público, lo segundo le podría en contacto con otros clientes potenciales dentro del círculo de las amistades del cardenal. Este era, con mucho, el paso más importante. Durante muchos años, el recién llegado pintor trabajaría casi enteramente para un grupo limitado de clientes, hasta que el número creciente de sus cuadros de altar le hubiera consolidado una firme reputación entre un público más amplio y tuviera las suficientes ganancias y prestigio para establecerse por su cuenta y aceptar encargos de distintas procedencias. Lograda esta posición, podía afrontar la muerte de su patrono o un cambio de régimen con cierta serenidad.

Había, en primer lugar, las grandes casas urbanas o de campo, todas la cuales contenían pinturas y frescos anteriores de los pintores boloñeses. En segundo lugar, estaban las iglesias. La más importante era, naturalmente, San Pedro, cuya decoración estaba bajo la supervisión directa del Papa, pero había muchas otras, sostenidas por ricos cardenales y nobles familias. Pertenecían a dos clase: las que tenían por titular un cardenal, o contaban con su especial veneración; y aquellas donde quería ser enterrado. Ambas, sin embargo tenían un rasgo en común: su antigüedad. Una iglesia titular era, por definición, la que había pasado de cardenal a cardenal a través de los siglos; y en general los papas y sus familias, quizá para refutar la acusación de ser nuevos ricos, prefería enterrarse en las basílicas más antiguas y venerables.

Había, además, otro medio por que un noble podía contribuir al esplendor de Roma y tener esperanzas de hallar un conveniente lugar de enterramiento para su familia: podía construir una iglesia enteramente nueva. La demanda era enorme. Una construcción así, no obstante, lleva un tiempo considerable, y el cálculo original de los costos suele quedar muy por debajo del resultado final. Es raro que el hombre que decida construir una iglesia sobreviva para supervisar la decoración; aún más raro es que sus herederos se tomen el mismo interés que él. Y así las capillas tienen que cederse a quien esté en disposición de decorarlas. Pero lo que más interesaba a los grandes cardenales era decorar sus propias iglesias titulares, palacios familiares o lugares de enterramiento en las antiguas basílicas.



Francis Haskell

Fragmentos de Patronos y pintores (1980), “La mecánica del patronazgo en el siglo XVII”, Cátedra, 1984

martes, 17 de julio de 2012

Simone Martini



Simone Martini, Virgen de un díptico con la Anunciación

Simone Martini aportó a la escuela de su patria una expresión de elegante gentileza. De 1333 es la bellísima gran tabla con la escena de la Anunciación (Gallería degli Uffizi, Florencia) y de aquellos años parece datar también la obra de pequeñas dimensiones de esta tablita. Representa a María en la misma actitud sorprendida, y de recatado sentimiento. La esplendente pureza del colorido es otra de las virtudes esenciales del arte de este maestro.


Fragmento de Cien obras maestras de la pintura, Salvat Editores, 1969

sábado, 14 de julio de 2012

La Edad Media



Arquitectura en la Edad Media

La arquitectura de la baja Edad media (siglos XI-XV) desarrolló dos estilos llamados romántico y gótico, que simbolizan momentos diferentes en el desarrollo de la sociedad medieval, coincidiendo respectivamente con el fenómeno del feudalismo y con el nacimiento de las ciudades y la vida urbana.


El estilo romántico, que florece entre los siglos XI y XIII, produce edificios macizos y en penumbra, de gruesos y pesados muros, sin apenas orificios que permitan la entrada de luz exterior, arcos de medio punto y escasa elevación. Esta arquitectura era la expresión de una sociedad de fuertes creencias y muy inclinada al aislamiento y a la contemplación. Las peregrinaciones religiosas contribuyeron notablemente a la internacionalización del arte romántico. En torno a las rutas de peregrinos se levantaron algunos de sus principales templos y monasterios. Buen ejemplo de ello son los que se levantan a lo largo del camino del Camino de Santiago: San Isidoro en León, San Martín de Frómista y la propia Catedral de Compostela.

El arte gótico surgió en Francia y se desarrolló entre los siglos XII y XVI. Refleja una actitud espiritual y un gusto completamente distintos. El ansia de elevación y luz, el horror a lo macizo caracterizan a este estilo. Torres de flechas que se elevan hasta lo más alto, arcos apuntados en ojiva que semejan dos manos unidas en oración y amplísimos vanos con vidrieras que representan lo opuesto a la minúsculas ventanas románticas, a veces simples saeteras, son características de este estilo.

La obra representativa del romántico es el monasterio. El edificio donde el gótico alcanza su expresión más plena es la catedral, que se levanta en el centro de la gran ciudad, y cuya altura y magnificencia es el orgullo de sus ciudadanos.




La Enciclopedia del Estudiante, Santillana, 2006

sábado, 2 de junio de 2012

La ideología y la imagen




La ideología de una imagen no es su “contenido”

¿Puede la producción de imágenes ser considerada como una práctica ideológica, como una de las regiones del nivel ideológico de la sociedad?
Por ser la ideología un conjunto de coherencia relativa de representaciones, valores y creencias a través de los cuales expresan los hombres la manera en que viven su relación con sus condiciones de existencia, ¿habrá que sacar la conclusión de que las imágenes constituyen tal conjunto? O, más bien, ¿sirven las imágenes de vehículo a tales conjuntos? La producción de imágenes sería un vehículo de ideologías en el sentido en que la forma de la imagen (qué constituiría su propio valor estético) albergaría ideologías entendidas como contenidos. Y estas ideologías serían las ideologías políticas o sociales contemporáneas.
Esta aceptación de la noción de vehículo se reduce de hecho a la concepción tradicional de la distinción entre forma y contenido. No se deben buscar las ideologías en el “contenido” de las imágenes, sino en su “presentación” (lo que implica la unidad entre “forma” y “contenido”.
Toda imagen, independientemente de su “calidad”, es una obra “ideológica”. En este sentido, el mundo que revela es el de una ideología cualquiera que sea su “realismo”. La ideología de la imagen es una ideología propiamente “de imágenes” y no política o literaria, un tipo de ideología que no existe, como tal, más que en la forma de las dos dimensiones de la imagen, sin dejar de mantener relaciones específicas con los demás tipos de ideologías (literaria, política, filosófica, etc.).
Nadie puede negar que la historia del arte como disciplina “científica” estuvo dominada, desde sus orígenes, por la ideología burguesa. Esquemáticamente, la ideología burguesa del “arte” está compuesta de los elementos siguientes:
·         Bajo la denominación “arte” se han reagrupado únicamente las obras consideradas como “mayores”. Las obras consideradas como “menores” son ignoradas.
·         Las “obras de arte”, hechas por genios creadores, representan el espíritu homogéneo de una época y la herencia de la humanidad entera. Las ideologías globales de las clases sociales son ignoradas.
·         La pareja de las nociones forma-contenido, cuya forma está cargada de los “valores estéticos”. La relación entre los estilos y las ideologías globales de las clases es ignorada.


Nicos Hadjinicolaou

(fragmentos)
Historia del arte y lucha de clases, Siglo XXI editores