Giovanni da Milano, activo de 1346 al 69, arte gótico, italiano, Pietá, 1365, pintura al temple sobre panel, 122 x 58 cm, Gallería dell'Accademia, Florencia imagen bajada de aiwaz.net
Giovanni da Milano (Giovanni di Jacopo di Guido da Caversaccio) fue un
pintor italiano, activo en Florencia y Roma entre 1346 y 1369.
Su
estilo, como el de muchos florentinos de la época, está considerado derivado
del de Giotto. |
viernes, 21 de diciembre de 2012
Giovanni Da Milano
El arte del siglo XVII
El patronazgo en el siglo XVII (II)
Existía una amplia gama de
variantes posibles en las relaciones entre el artista y el cliente que lo
empleara. A un extremo de la escala, el pintor se alojaba en el palacio de su
patrono y trabajaba exclusivamente para él; al otro, encontramos una situación
que, a primera vista, puede parecer sorprendentemente similar a la de hoy día:
el artista pintaba un cuadro sin tenerle reservado ningún destino concreto, y
lo exponía con la esperanza de encontrar un comprador fortuito.
La más estrecha relación posible
entre patrono y artista era la que los escritores del siglo XVII describen
frecuentemente como servitù particolare.
El artista trabajaba regularmente para un patrono particular y era mantenido a
menudo en su palacio. Recibía una asignación mensual, además de pagársele un
precio normal en el mercado por la obra producida. De hecho, se trataba al
artista como miembro de la familia del príncipe, junto con cortesanos y
funcionarios de todo tipo. En la mayoría de los casos, dentro del séquito del
príncipe había una escala móvil de remuneraciones y posiciones por la que el
artista podía ascender.
Una posición así era sumamente
deseable para el artista, y todos los escritores coinciden en sus enormes y a
veces indispensables ventajas. Existían inconvenientes esporádicos: algunos
artistas tenían dificultades para dejar el servicio de su patrono, y la
libertad personal sufría obvias restricciones, que podían resultar fastidiosas.
En cambio, por paradójico que pudiera parecer, los artistas situados en tales
circunstancias tenían inigualables oportunidades de darse a conocer, al menos
dentro de ciertos círculos. En su servicio a las artes, el patrono no era
totalmente desinteresado. Un pintor de talento en su casa tenía para él verdadero
valor, normalmente estaba presto a cantar las alabanzas de su protegido, incluso a alentarle a trabajar para otros. A
falta de críticos profesionales, este apoyo y estímulo eran sin duda el medio
más fácil para un pintor de hacerse conocido.
La relación demasiado estrecha con
un patrono caído en desgracia podía resultar una grave barrera para el ascenso
cuando las condiciones cambiaba, y siempre hubo artistas que hallaron
antipáticas las restricciones a su libertad, pese a la seguridad que parecían garantizarle.
Además no eran muchas las familias capaces de mantener pintores en tales
condiciones, o dispuestas a ello. Y así encontramos que esta forma extrema de
patronazgo se ofrecía a un artista sólo en el comienzo de su carrera. Afortunadamente,
siempre cabía un compromiso: el artista podía vivir y trabajar por su propia
cuenta, pero seguir recibiendo un subsidio como aliciente para dar a su patrono
prioridad sobre todos los demás clientes. Fue mucho más habitual, sin embargo,
que el pintor trabajara en su propio estudio y aceptara libremente los encargos
de donde vinieran.
Era bastante natural que las
medidas y enlazamiento de la obra en cuestión se establecieran con cierto
detalle cuando se encargaba un fresco o una pintura religiosa, y sólo un punto
parece que causaba a veces dificultades: cuando se encargaba un cuadro de altar
a un artista que viviera en una ciudad algo distante, el problema de la
iluminación de la capilla podía resultar espinoso. Pues aunque se comunicaba al
pintor el destino de su obra, no era un absoluto seguro que él tuviera la
oportunidad de inspeccionar personalmente el lugar, y entonces se necesitaban
largos carteos para aclarar el problema.
El tamaño de los cuadros para las
galerías particulares era también un tema de discusión. En muchos casos, los
cuadros solían cubrir las paredes de una estancia o galería en disposiciones
simétricas y a menudo iban incrustados en su superficie. Era de evidente
importancia especificar las medidas exactas de cada nuevo cuadro que se encargaba.
Al artista se le daba también
normalmente el tema del cuadro que se le requería, pero es difícil precisar
hasta que punto el patrono supervisaba efectivamente su tratamiento. Está claro
que en gran parte dependía del destino de la obra. De hecho, parece que a
menudo se dejaba al pintor un sorprendente grado de libertad, incluso en los
encargos más importantes, y ello dependió en buena parte del refinamiento
cultural de Roma.
También en las obras profanas
existían dificultades. El artista al que se daba un tema tan vago como las
Cuatro Estaciones podía sentirse en un dilema respecto a qué era lo que debía
pintar en realidad, y sabemos que en estas circunstancias se dirigiría
normalmente a algún erudito o poeta en busca de consejo, aún cuando el contrato
no lo requiriera específicamente.
El tratamiento que el artista diera
al tema podía estar influido por otras consideraciones. Puesto que el precio de
una pintura al fresco se fijaba a menudo por el número de figuras de cuerpo
entero que contuviera, a veces se le indicaba cuántas tenía que incluir.
El encargo de pinturas para una
galería permitiría naturalmente mayor libertad de elección, pues ahora rara vez
se insistía en la uniformidad temática de la decoración. Cada vez más fue
imponiéndose la galería móvil de pinturas, innovación principalmente veneciana
que tenía aproximadamente un siglo de existencia, y que tuvo una influencia
decisiva en el coleccionismo romano. Las pinturas se compraban vendían,
heredaba, se especulaba con ellas y se intercambiaban con tan desconcertante
rapidez que los biógrafos dejaron a menudo de creer que merecía la pena
informar sobre dónde se hallaban las obras de un pintor en el momento de
escribir.
El medio más eficaz mediante el
cual podía un cliente ejercer su control sobre un artista que trabajara para él
era insistiendo en el boceto al óleo o dibujos preliminares, pero esta práctica
fue bastante más infrecuente durante la primera mitad del siglo XVII de lo que
se ha supuesto algunas veces. En general, se mostraba mayor confianza en la
capacidad del pintor, aunque las discusiones privadas y no oficiales con el
patrono debían de ser frecuentes.
Una vez decididos el tamaño y el
tema de la pintura, venía la cuestión del plazo, un problema de especial
urgencia durante todo el período barroco. Casi todos los comitentes insistían
en que la obra debía estar terminada lo antes posible, y la mitad de las veces
el artista empleado los decepcionaba. Algunos frescos, naturalmente, eran
empresas tan ambiciosas que hacían falta varios años para su realización. La
celeridad daba al artista derecho a mayores remuneraciones, pero no siempre
contaba con la aprobación de la crítica. Los venecianos eran especialmente
famosos por su velocidad, y el hecho le granjeaba cierto grado de desprecio en
todas partes.
La cláusula final de todo contrato
ser refería al precio y acuerdos financieros. Ciertas fórmulas se adoptaban
siempre. Cierta proporción de la suma convenida se pagaba al principio como
depósito. Esta variaba ampliamente, desde un mínimo de un séptimo hasta un
máximo de casi la mitad. Si la obra era un cuadro, el artista recibía a menudo
otro pago cuando la obra estaba a medias y el resto a su terminación, junto con
un suplemento final. En el caso de grandes frescos, se pagaba al artista habitualmente
un tanto mensual regular.
Más interesante y significativo que
los naturales arreglos de esta especie, era la cuestión de los gastos en que el
pintor incurría con su trabajo. Lo normal era pagar a los pintores para el
bastidor, la imprimación y el ultramar. También aquí cabían variaciones: a
veces el pintor corría con todos los gastos; en otras ocasiones se le daba el
lienzo y tenía él que pagar el ultramar. Invariablemente el patrono pagaba el
andamiaje para los frescos de los techos, y si la obra tenía lugar lejos de la
residencia del pintor, proveería también alimento y alojamiento para él.
Los precios de la obra en sí se
regulaban de modos muy distintos; muchos artistas tenían precios fijos para las
figuras principales de la composición, sin contar las de los fondos. Este
sistema estaba muy extendido, y permitía a los pintores hacer aumentos
regulares de precio conforme crecía su reputación. Sin embargo, la posición del
cliente era a menudo tan importante como la del artista a la hora de fijar el
precio.
Solamente la familia que en el
momento tuviera el tesoro en su poder era capaz de brindar un mecenazgo de la
enorme envergadura que se asociaba con los clanes dominantes. Si, por una u
otra razón, se producía cualquier restricción financiera, era evidente que un
gran número de artistas, previamente ocupados en un empleo regular, quedarían a
expensas del mercado.
Francis Haskell
Fragmentos de Patronos
y pintores (1980), “La mecánica del patronazgo en el siglo XVII”, Cátedra,
1984
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