miércoles, 10 de diciembre de 2014

Meditaciones sobre metáforas artísticas

Metáforas visuales en el valor del arte



Me voy a ocupar principalmente del modo como, en el pasado histórico, se han manejado los colores y los contornos para provocar una impresión de esos valores lo que describo como “metáforas visuales de valor”.
Estamos acostumbrados a decir, que el león es un símbolo de valor, pero hay razones para preferir el término metáfora. Símbolo se emplea tradicionalmente para los “emblemas” o “atributos” distintivos con que se distinguen los dioses, santos o personificaciones. Esos símbolos son signos que forman algo así como un código establecidos por la tradición.
En contraste con este uso de la imágenes como etiquetas, el león ─para seguir con nuestro ejemplo─ no es un signo de código. La imagen de un león puede usarse en diferentes contextos, precisamente como cualquier imagen lingüística o visual, para transmitir ideas muy diferentes. Esto es lo que define lo que podría llamarse el área de metáfora.
Un sencillo ejemplo de lo que llamaré una metáfora visual es el uso del color rojo en ciertos contextos culturales. El rojo, por ser el color de las llamas y de la sangre, se ofrece como metáfora de todo lo que sea estridente o violento.
El psicoanálisis nos ha familiarizado con el ancho campo de la substitución que capacita al hombre para hallar satisfacción en objetivos muy apartados de sus necesidades biológicas. Un proceso artístico aparentemente racional, tal como una representación visual, puede tener sus raíces en tal “transferencia” de actitudes desde objetos de deseo a substitutivos apropiados. El caballo de madera puede ser el equivalente del caballo “de verdad” porque (metafóricamente) puede ser cabalgado.
Las metáforas del lenguaje cotidiano proporcionan un adecuado punto de partida para el estudio de esas equivalencias, en especial las que “transfieren” cualidades de una experiencia sensorial a otra.
Desde que existe la crítica, los críticos han usado metáforas para expresar su aprobación o desaprobación. Han marcado ciertas combinaciones de colores como “vulgares” o han exaltado ciertas formas como “dignificadas”, han alabado la “honestidad” de la paleta de un artista, y han rechazados los efectos “impuros” de otros.
El oro como símbolo. El uso de lo precioso y resplandeciente como metáfora para lo divino, desde luego, es casi universal en el arte religioso.
En el arte, como en la vida, las coordenadas de luz-oscuridad, alto-bajo, se ven a menudo acompañadas por las bellezas físicas frente a fealdad, no usando los términos en ningún sentido abstruso, sino simplemente indicando la salud deseable y el vigor frente a la deformidad y a la ruina.
Cuando en el siglo XV, Leone Battista Alberti discutió la decoración apropiada para lugares de adoración, consideró el uso del oro sólo para rechazarlo. Alberti rechaza la satisfacción del esplendor eterno a favor de algo más “digno”. Valora la pared blanca no sólo por lo que es, sino por lo que no es. Los propios términos “puro” y “sin adorno” implican ese elemento de negación.
En una sala de reunión de inconformistas religiosos, el rechazo del fulgor y el color se hace en nombre de una religión pura, empujado el factor estético hasta el mismo borde de la experiencia. La austera simplicidad de un barracón puede impresionarnos a veces, pero no es eso en lo que pensaba Alberti; pues el Renacimiento confiaba en que tal renuncia pudiera dirigirse a valores más altos dentro del reino del arte. No es que los autores del Renacimiento despreciaran el oro, son que en todas partes tenían afán por demostrar que el propio arte crea un valor que “es triunfo” sobre el oro.
En la estricta sociedad jerárquica de los siglos XVI y XVII, el contraste entre “vulgar” y “noble” se convierte en una de las principales preocupaciones de los críticos. Y no es que reconocieran ese contraste como una metáfora. Al contrario. Su creencia era que ciertas formas o ciertos modos son “realmente” vulgares porque agradan a los de baja condición, mientras que otros son intrínsecamente nobles, porque sólo un gusto cultivado puede apreciarlos. Los colores chillones, los vestidos llamativos, el lenguaje redundante, son un “quebranto del decoro” y resultan “de mal gusto”.
Desde luego, la ecuación entre “gusto” y “maneras” está profundamente enraizada en la tradición de nuestra cultura. Es un hecho histórico que los tabúes sociales suelen difundirse desde la cumbre hacía abajo. El noble comía con delicadeza cuando todavía el villano engullía su alimento. Desde luego, idealmente, la contención de lo “noble” no lo es sólo en la conducta. Como quiera que haya sido la realidad, lo noble se concibe ante todo y sobre todo como una contención moral, un control de las pasiones, un dominio de los impulsos.   





Ernst H. Gombrich

Fragmentos de Meditaciones sobre un caballo de juguete (1963), Barcelona, Editorial Seis Barral, S.A., 1967